antiguedades

Antigüedad  I 


En el silencio de éste momento ha venido un recuerdo. Un recuerdo sobre otro silencio. He tenido la misma sensación de aquella que años y años hace tenía cuando iba a casa de mi abuela.
Aquel silencio...sólo roto por el rumor del frigorífico o por el laborioso masticar de mi abuelo.
Cuando estaba con ella en la cocina casi no hablaba. Ella estaba en el fuego, en la comida, en sus pensamientos, sobre los que jamás sabré nada. Y yo la miraba.
Tras su ajetreo, se sentaba. El lugar donde siempre se sentaba estaba entre el fregadero y el frigorífico; justo el espacio para su silla, un lugar un poco oscuro, un poco frío. Frío que se acrecentaba en el silencio, aún yo la miraba...no hablábamos, por momentos cerraba sus ojos, quedaba en paz, o al menos esto me parecía.
Cuando estaba en la cocina con mi abuelo aún el silencio era más largo, más intenso o al menos esto me parecía, quizás por la distancia.
Con él, al contrario de cocinar, comía...o, a veces, sólo lo miraba. Miraba su afanoso masticar, la manera en la que cortaba las rebanadas de pan, de tocino o de queso, siempre con su navaja, siempre la misma. Jamás lo vi usar un cuchillo. Cortaba según comía...una rebanada tras otra..y mientras, cerraba sus ojos como si necesitara hacerlo para concentrarse más en el mestière del masticar, del digerir, del saborear. Tal era así, que el silencio solo era roto por el masticar, lentamente, siempre...lentamente.
Con él, el silencio era aún más frío pero también, en cierto modo, más tierno...
Después de algún tiempo me he visto hacer lo mismo.


Antigüedad II


Y el silencio...que ahora envuelve los dibujos.
Sólo la palabra TEATRO, grande, como si se tratara de la gran Fenice.
Grande, como lo fue.
Cálido, azul griego. La puerta escondía al camarero; silencioso, sonrisa en boca pero como si no supiera nada. En realidad, lo sabía todo, pero como buen camarero, discreto, no lo parecía.
Fuera, las mesas esperan, los parasoles, las sillas...el silencio las vacía, pero no hace lo mismo con todo. Aún se ven un cigarrillo y una cerveza. El cigarrillo está encendido y los torreones se alzan sobre los parasoles.
Su silencio parece aún más fuerte, no se si Federico mira, no se si sabe algo, si alguna vez supo algo.
Ahora puede mirar el cigarrillo encendido y la cerveza...y el vacío.


Antigüedad III


Quería saber el qué y el porqué. Ella le insistía que era difícil de explicar.
El cuerpo sucio y el alma congelada, sólo esto. Sólo podía decir esto. Pero cómo podía explicar el "cuerpo sucio" y "el alma congelada".
Era en el transcurso de los días que sentía el cuerpo sucio, y, la pastilla de jabón con la que cada día, en un vano intento, limpiaba su cuerpo, arañaba sin sentirlo su delicada piel.
¿En qué rincón podía esconderse la suciedad? se preguntaba cada día. Era imposible ver suciedad en su delicada piel, pero ella la seguía sintiendo. ¿Dónde está? ¿dónde se escondía aquella maldita suciedad?. Entonces había momentos de descubrimiento. Le apetecía tocarse, hacer realidad sus fantasías, siempre recurrentes, siempre las mismas. Situaciones inverosímiles, hombres desconocidos, mayores, mujeres...poder. Se acariciaba, tocaba con violencia su parte más íntima.
Aparecía entonces la suciedad.
¿De dónde provenía aquella suciedad? ¿quién podría haberla depositado? ¿quién podría haber osado depositar aquella maldita suciedad en aquel delicado cuerpo?
¿en aquella delicada ánima?
Le habían robado la tierna pureza que tan concienzudamente había sabido preservar.
De pronto, aquella suciedad había convertido su delicada pureza en un sin igual.
Ya no había porqué preservar nada, ya no había límites, se los habían roto desde fuera. Así pues, ¿para qué preservar? ¿qué cuidar?
Ya no era capaz de cuidar de sí misma del mismo modo que ya no era capaz de cuidar a los que amaba.
Aparecía entonces el "alma congelada".


Antigüedad IV


Casi nadie usa ya la palabra encendedor, casi extranjera, dicha en aquel momento por un joven extranjero. Es hermosa, poco fácil de pronunciar para un hispano-parlante y sencilla para un extranjero. Si, eso que usamos para dar fuego es un encendedor o, para mi, palabra mal sonada, un mechero. 

Antes del encendedor te aproximaste embutido en dos mochilas gigantes y, difícilmente pero eficazmente soportabas un sutil equilibrio con una torre de libros en tu mano derecha. Miraste tímidamente  a los que nos encontrábamos en aquella sala. Un hombre frente a mi terminaba velozmente su almuerzo, marchaba veloz, no sentía hacer nada más allí o bien algo lo esperaba, quizás tenía prisa. Yo, aún con tiempo terminaba también velozmente mi comida. Sólo para leer, fumar un cigarrillo, hacer una llamada, mirarte, pensar en la alineación en la que nos encontrábamos y atenderte con profunda y tímida simpatía cuando viniste a pedir un ENCENDEDOR, gesticulando al mismo tiempo con tus manos, como si la palabra encendedor no estuviera segura de ser encendedor. 

Sentí la poderosa energía de nuestra alineación y de nuestra soledad. Sentí que debías aprender y yo también. Sentí que sólo la palabra encendedor sería la única que haría fijar por un instante nuestras miradas y me sentí emocionada por ello.

Nada más, un encendedor puede ser una palabra emocionante y una profunda y tímida sonrisa envuelta en humo de tabaco.


                          Antigüedad V                        


Me encuentras y recuerdas el olor a cera y jamón,
tu recuerdo me hace recordar el asfixiante aroma de
un despertar matinal, de aquellos cuerpos aún tendidos.
Yo ya venía de caminar, de sentir el olor a mañana
húmeda y fresca.
Me encuentras y recuerdas mi no gusto por lo azucarado,
te encuentro y recuerdo tus pesadillas nocturnas, tu miedo.
Me encuentras y nos recuerdas vendiendo mochilas en las calles.
y yo, recuerdo perderse, recuerdo recorrer mil y una calles,
recuerdo querer lavarnos las manos y acabar por completo bañadas.
Me encuentras y me recuerdas,
tu encuentro hace mi recuerdo.